Es irónico que lo que más te molesta de mí son mis pocas ganas de discutir. Eso sería el paraíso para cualquier persona, pero no para ti. Te irrita mi silencio, que te pida que me dejes tranquila, que te diga que no quiero hablar cuando estoy molesta. Según dicta la costumbre tú deberías rogarme; pero no en mi caso, cuando digo que no quiero hablar es porque en verdad no quiero hacerlo.
¿Sabes por qué? Porque no quiero pelear contigo. Es desgastante para ambos. Además dudo de su utilidad a largo plazo. La única realidad es que en esta vida se cosecha lo que siembra. Eso aplica para las relaciones, las peleas están de más.
Si tú llegas tarde, entonces yo dejaré de esperarte.
Si tú me mientes, entonces yo dejaré de creerte.
Si tú no respondes, entonces yo dejaré de llamarte.
Si tú no quieres llegar, yo dejaré de invitarte.
Si nunca puedo contar contigo, yo dejare dejaré de buscarte.
Si me decepcionas, yo dejaré de confiar en ti.
Si no estás ahí donde espero verte, entonces yo dejaré de ir.
Si no me das razones para quererte, entonces dejaré de hacerlo.
Eso es todo, me voy a ahorrar los gritos y las peleas, y te ahorraré las defensas a ti; porque son un intento de cambiar al otro y yo no estoy intentando cambiarte, ni creo tener el poder de hacerlo. Tampoco tú vas a cambiarme a mí, yo tengo mis reglas sobre querer e interesarse por el otro, yo tengo mi concepto de fidelidad, no vas a convencerme de modificarlos.
No quiero que finjas que puedes ser o hacer por mí algo que no te nace, porque ese no serías tú. Si no quieres estar, no estés; si no quieres llegar, no llegues; si no quieres ser, no seas. Pelear contigo es un intento de obligarte a ser quien quiero que seas, y sé que tú fingirás serlo sólo para parar la bronca. Pero eso no es lo que quiero. Quiero alguien real: alguien que quiera estar, llegar y ser, por amor a mí.
Si no te nace ser esa persona, entonces dejaré de ser esa persona para ti.