“Dos puntas tiene el camino y en las dos alguien me aguarda”, eso fue lo que una vez me dijo mi papá, cuando me estaba despidiendo el día que me fui de casa. ¿Cómo no sentirse de esa manera cuando uno está lejos del hogar? Al irnos de lo de nuestros padres, dejamos una parte de nosotros sabiendo que al volver siempre habrá alguien esperándonos con los brazos abiertos.
De esto se trata crecer, dejar de vivir como niños bajo el ala de nuestros padres y poder empezar a volar solos, pero al mismo tiempo sabiendo que cuando queramos aterrizar o descansar hay un nido esperándonos. Muchas veces me pongo a pensar lo ingenuos que son los niños, no se dan cuenta ni perciben lo difícil que es la vida de un adulto, no saben cómo es lidiar con los problemas de la gente grande. Cuando uno es niño la mayor preocupación es que si mamá cocinó pescado o si recibirás la Barbie Superstar para tu cumpleaños. Pero los años pasan, uno se tiene que empezar a preocupar de qué va a cocinar y a veces es más fácil optar por preparar un arroz con huevo. Nos empezamos a preocupar por si llegaremos a fin de mes o si nos alcanza el dinero para comprarnos esa campera que vimos camino a la facultad.
Muchas veces me encuentro a mí misma diciendo “ser adulto es lo peor” pero inmediatamente me doy cuenta que estoy equivocada. Como la vida no viene con instrucciones para ser padres tampoco viene para ser adultos, ¿deberíamos quejarnos con la fabrica? No lo creo. Porque si hay algo lindo en ser adultos es que tomar decisiones, ya sean buenas o malas, siempre nos dejará una enseñanza para poder seguir adelante.
Tomar la decisión de dejar el nido es a veces aterrador, pero no hay nada más reconfortante que saber que siempre vas a tener un lugar a donde volver y acurrucarte en los brazos de mamá y papá, volver a sentirte como ese niño indefenso, pero también ser ese pequeño que todavía vive en ti, el que te alentará y te dirá que todo va a salir bien.