Actualmente se valora mucho la pasión y la ambición en una persona. Se nos dice que hagamos las cosas con pasión o mejor nos vayamos a casa y que si no tenemos una meta, ¿para qué estamos viviendo?
Si tenemos la suficiente suerte, encontramos algo que nos hace sentir que estamos vivos (ya sea nuestro trabajo, un pasatiempo, etc) y vamos poniendo metas acorde a lo que nos apasiona.
No hay nada de malo en eso, sin embargo, hay un gran riesgo de que al querer llegar a estas tan preciadas metas que nos prometen falsamente felicidad al alcanzarlas, nos perdamos en el camino y olvidemos por qué hacemos lo que hacemos.
El problema aquí radica, en mi opinión, en que nuestra cultura y educación nos dan falsas expectativas acerca de la vida.
Que cuando tengamos el trabajo de nuestros sueños, o nos hayamos casado o estemos viajando por el mundo o llegue algo extraordinario POR FIN seremos felices. Y al llegar a esas metas, naturalmente, sentimos que algo falta.
Lo que falta es disfrutar el proceso. Disfrutar cada día que te levantas para cumplir tus sueños, cada decisión que tomas minuto tras minuto, cada caída y las transformaciones tan intensamente bellas que a veces conlleva, cada duda superada, cada domingo familiar, cada caminata con tu perro…¿entiendes a lo que me refiero? Sí, ¡a las cosas aparentemente pequeñas! y sobretodo, estar agradecido todos los días por tener el privilegio de experimentar, más que una “carrera” para alcanzar tus metas, la experiencia de vivir.
Así que por favor, cada que una persona te trate de vender la idea de que tiene que llegar algo extraordinario para que seas feliz, tú sólo sonríele con compasión y agradece por tu vida tan ordinariamente extraordinaria.